Recuerdo perfectamente el momento en que pasé de un teléfono móvil a un smartphone. No fui de las primeras porque me resistía, tanto que no llegué a tener nunca una Blackberry (ya no estaban de moda cuando di el paso). Recuerdo que observaba a mi novio y a las amigas mientras utilizaban lo que se llamaba WhatsApp y me enervaba. Comunicarse instantáneamente con el teléfono y de forma simultánea a la comunicación real (de tú a tú, cara a cara) era algo que, como se dice así coloquialmente, no me cabía en la cabeza; y ahora soy una fucking adicta. Recuerdo que antes centraba mi tiempo en hacer solamente una cosa y cuando la terminaba, pasaba a la siguiente; ahora ya no soy capaz. A ver, sí que utilizaba chats y la mensajería instantánea, de hecho, bastante a menudo. Pero lo consideraba una actividad como leer o mirar la tele: que quizás se podía combinar con otras, como comer pipas, pero nunca con conversar a tiempo real con personas que pudiera tocar. Y recuerdo que gracias a estos canales tuve conversaciones apasionantes (con el ordenador y sin hacer nada más) a altas horas de la noche con amores y amigas que estaban de Erasmus. Recuerdo dar lecciones a los que manejaban los dedos de manera ágil sobre las minúsculas teclas de las Blackberries: «eh tías, que estáis en un mundo falso ¡la realidad está aquí!». Pues ahora, después de tantos años de mensajería instantánea, he llegado a creer que construyo relaciones irreales, si me baso en lo que pensaba entonces.
¡Pero caí! Y me engañé a mí misma pensando que lo hacía por facilitarme la vida. Entonces tenía mil frentes abiertos: la uni, el esplai, dos o tres trabajos, amigos en el extranjero… ¡Ah! y lo más importante, pasaba muchas horas al tren. Me desplazaba a diario desde Vilafranca hacia Cerdanyola para ir a clase y era un viaje pesado, porque tenía que hacer transbordo. Además, la frecuencia de trenes no era la misma que hay hacía Barcelona y, para colmo, a menudo había retrasos e incidencias. Esto último me enfadaba, nunca me ha gustado esperar y menos cuando no está justificado. Tampoco estudiaba mucho y me excusaba diciendo que era porque perdía horas preciosas al tren y que cuando llegaba a casa tenía que estar un buen rato contestando correos del esplai y de los simultáneos trabajos en grupo, que nos hacían hacer en la universidad (teníamos tantos que a veces los confundíamos o entrelazábamos, y requerían más trabajo de organización que luego con el trabajo en sí). Entonces llegué a la magnífica conclusión que con un smartphone podría responder correos al tren y así dispondría de más tiempo para hacer lo que no hacía: estudiar.
No fue así, porque cuando finalmente en 2011 tuve un HTC Wildfire (realmente hizo honor a su nombre, ha sido el smartphone que más me ha durado. Antes todo era mejor.) Me adentré en el mundo del WhatsApp y al de las conversaciones llenas de ambigüedades, por la falta de lenguaje no verbal, que produjeron problemas con mi novio de entonces (soy millenial, cambio de novio como de móvil). Y, por si fuera poco, también al del álbum subidas desde el móvil de Facebook y, más adelante, al de las publicaciones más de postureo de Instagram.
Y bueno, entonces, por cosas de la crisis económica no encontré trabajo de pedagoga y terminé en una tienda de informática. La vida tiene estas cosas. Vieron potencial en mí ya que, a pesar de no saber qué era un disco duro (no lo supe de verdad hasta que me cayó uno viejo a la cabeza, desde una estantería demasiado alta), limpiaba la memoria caché de las aplicaciones para solucionar los pequeños problemas de espacio que solían y suelen tener todavía estos aparatos.
Yo que siempre he sido mileurista un día me vine arriba y me empeñé en que quería un iPhone. No sé por qué. Tal vez fue por la forma en que se balancean los iconos de las aplicaciones cuando pulsas demasiado rato el botón de desbloquear (el maldito botón que estás perdido cuando se rompe). O quizá porque veía que mis amigos, los que conseguían empleos bien pagados, se compraban uno y me decían «Bueno, claro, no tienes un iPhone, las fotos de Instagram no te pueden quedar tan bien como a mí». Adquirí, por el módico precio de ciento y pocos euros, un iPhone 5s de segunda mano cuando ya estaban a punto de anunciar el iPhone 7 (2016). Ya os lo podéis imaginar: una batería que sólo duraba horas me obligó a hacer amistad con el típico powerbank, aquella batería externa, recargable y pesada. Y nada, que finalmente una caída tonta le rompió la pantalla y arreglarla costaba, otra vez, unos cien euros. Curiosamente, coincidió con que me quedé en el paro. Y tuve que volver a la realidad; volver a Android, como me gusta decir. Y me sentí como si volviera a casa mis padres; un puñado de sensaciones agridulces: el fracaso mezclado con antiguos recuerdos.